No Todo Es Narcisismo

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    No, no todo es narcisismo y de hecho muy poco lo es, lo que si hay es una generación que aprendió a mirarse en el espejo… y olvidó cómo sostener.

Cuando todo conflicto se reduce a “narcisismo”, perdemos la capacidad de nombrar el vacío que nos atraviesa. Este texto no busca intelectualizar desde una postura frívola, sino recuperar una complejidad: la de las heridas no escuchadas, las estructuras rotas y los sujetos que, en silencio, sostienen vida.

Hace unos días, en una charla con una amiga, me dijo: “Mi jefe es un narcisista. Cada vez que le pido un aumento, me cambia de tema”. Unos días después, pero con otra persona y en una nueva conversación, un compañero afirmó: “Mi novia es narcisista, no me dejó elegir la película anoche”. Y más tarde, un tuit viral desplegó la notificación que decía: “Si no responde tu mensaje en menos de una hora, es narcisista. Fin”.

Me quedé pensando; sí… claro que sigo con la mala costumbre de pensar las situaciones y no quedarme con lo que subyace, y me dije: ¿En serio? ¿Cualquier gesto que nos incomoda —una evasión, una preferencia, un silencio— ya es narcisismo? ¿En serio?

Algo empezó a hacer ruido, pero como no tenía evidencia comprobable no dije nada y me puse en algo que a mí me sale muy bien: rumiar… rumiar pensamientos, sobre todo. Y al cabo de un tiempo —no mucho— llegué a la conclusión de que no; no es así. Esta banalización del narcisismo no es inocente, para nada inocente: es un síntoma de algo más profundo. Estamos tan sedientos de explicaciones simples, de historias cortas, y los shorts y reels han hecho tan bien su tarea que una columna radial de 10 minutos es una eternidad, o un mensaje que supera los 100 caracteres roza el enciclopedismo o como dice una personinta pequeña que conozco cuando ve un mensaje mío: “¡Pablo ya escribió una biblia!”. Y así es que muchos adultos aceptamos una «etiqueta» falsa a la complejidad incómoda de la subjetividad humana.

“Cuanto más se usa la palabra narcisismo, menos se entiende. Se confunde la herida con la violencia, la inmadurez con la patología, el egoísmo con la organización defensiva del self”.

Cuanto más se usa la palabra narcisismo, menos se entiende —hagan la prueba: repitan una palabra una y otra vez y verán cómo, de repente, el sonido que pronuncian pierde cuerpo, esencia… significado. Así es que el narcisismo, a fuerza de repetición, se confunde. Todo, por comodidad, pasa a ser narcisismo. Entonces ocurre la conversión: herida con violencia, inmadurez con patología, egoísmo con organización defensiva del self.

Lo que vemos —o según el testimonio de muchos atolondrados y atolondradas que pululan por las redes: “sufrimos hoy”— no es una epidemia de narcisistas. Es algo más sutil, más triste: es la sintomatología de una generación que creció en una soledad inédita. No la soledad de la guerra, ni la del hambre, sino la de los padres presentes en cuerpo —aunque, aquí la tristeza— ausentes en alma. Absortos en un trabajo que ya no daba estabilidad, y al mismo ritmo del tambaleo de la estabilidad, exigía todo. Muchos de nosotros —me incluyo, para no parecer narcisista— aprendimos, desde chicos, a ser nuestros propios padres: a hacer funcionar a toda máquina nuestra capacidad de observación, y de ahí extraer rápidamente las interpretaciones y anticipaciones necesarias para poder cuidarnos… solos.

Algunos sobrevivimos a eso con una hiperempatía vigilante: es decir, ser capaces de leer el dolor ajeno antes que el propio, y dejar el propio para después, para cuando haya tiempo (nunca había… nunca hubo; ¿nunca habrá?). Otros, no pudieron sostenerse en ese vacío, y construyeron una armadura: la resultante del uso de esa armadura es que el otro dejó de ser un sujeto y pasó a ser un espejo. Es decir: si el otro no te admira, no existe; si no cumple alguna función utilitaria, no sirve; ergo: no importa.

Freud lo afirma repetidas veces: el narcisismo no es “amor a sí mismo”. Es un repliegue desesperado ante la pérdida del vínculo primario. Veamos este concepto en la realidad actual, para que lo aterricemos prontamente: hoy, la pérdida no es puntual: es sistémica. ¿Hace sentido? ¿No? A ver si con lo que sigue: hoy la familia ya no sostiene, la comunidad ya no acoge, los ideales colectivos se desdibujaron. La comunidad y su idea: lo común, la comunión, partir el pan con el otro y compartir la copa… no están. Y en su lugar, el sistema nos dice —a los gritos—: sé tu propia empresa. Bajo la premisa del respeto irrestricto por el proyecto de vida del prójimo —prójimo que, si no es instrumental, no es registrado—, así que: optimízate. Muéstrate. Véndete.

Claro que la cuestión no termina ahí, así que suenen Pitutracas y canten Somorbujos, que aquí llegan ellas para acomodar todo a los fines necesarios: llegan “las redes”. No son el origen del narcisismo, pero sí son su acelerador terminal. En las redes no hay espejos, hay una sustancia más adictiva: hay distorsiones; lentes que agrandan los ojos, filtros que suavizan las arrugas, algoritmos que premian la perfección. Surgió algo nuevo: personas que van al cirujano no para “mejorar”, sino para parecerse a su selfie. Como si la realidad ya no fuera suficiente… ni siquiera la propia.

“El problema no es que haya más narcisistas. Es que hay menos espacios donde un sujeto pueda existir sin tener que demostrar que es excepcional”.

La cuestión a atender no es la grandiosidad. Es su colapso. Porque los datos muestran que el narcisismo como rasgo ha disminuido en las últimas décadas. Pero no por madurez: por agotamiento. La comparación constante con vidas curadas digitalmente, formateadas digitalmente, erosionan la autoestima hasta quebrarla. Y entonces, de “soy el mejor” se pasa a “no sirvo para nada”, sin solución de continuidad… sin estaciones intermedias, y como si fuera caída de montaña rusa. ¿Se imaginan esa Psiquis; la cabecita de nuestros adolescentes y de algunos adultos? Dos caras de la misma moneda: la imposibilidad de habitar una subjetividad suficientemente buena.

¿Cómo distinguir, entonces, entre alguien que está herido y alguien que te usa como recurso? No con diagnósticos de andar por casa, sino con cuatro preguntas que bien pueden ser calificadas de éticas y que a la vez pueden configurarse, como si se tratara de ítems de un criterio diagnóstico que deben ser cumplidos en su totalidad para poder sentenciar que se está frente a una persona con rasgos de trastorno narcisista de la personalidad.

Aclaremos aquí que, lo que sigue es una reducción, una pequeña guía a modo de orientación, un diagnóstico debe ser realizado por un profesional de la salud mental, pero como estamos tratando de ayudar y llevar una especie de primeros auxilios ante la posibilidad de estar en relaciones problemáticas me atrevo a ofrecer esta guía:

  • ¿Su empatía desaparece cuando dejas de sostener su imagen?
  • ¿Puede sostener que tenés deseos, límites y heridas que no giran en torno a él?
  • ¿Tolera que lo contradigas, o cualquier desacuerdo lo convierte en una amenaza?
  • ¿Reconoce tu derecho a existir, incluso si no estás al servicio de su narrativa?

“El abuso narcisista no se anuncia con gritos. Se anuncia con sutilezas: una empatía que se retira, una colaboración que se vuelve exigencia, una igualdad que se revela como jerarquía disfrazada”.

Si la respuesta es si a las cuatro preguntas… es importante activar el mecanismo de huida de esa relación, no voy a decir mas al respecto ya que esto no es psicología individual. Es psicopolítica. Y sanar no depende solo de la terapia, depende de reconstruir lo que se rompió: espacios donde el valor no se mida por likes, productividad o perfección, sino por la capacidad de sostener la diferencia, el error y el silencio.

Para cerrar, una historia que escuché de un sabio q’ero en los Andes. Dice así:
Había dos lagos en la puna. Uno, grande y brillante, reflejaba el cielo con tanta fidelidad que creyó ser el sol mismo. Se llenó de orgullo, y empezó a exigir que las nubes se apartaran para que todos vieran su esplendor. Pero un día, una grieta se abrió en su fondo, y toda su agua se fue al subsuelo. Seco, vacío, se quejaba: “¡Nadie me valora como merezco!”. El otro lago era más pequeño, de aguas turbias. No reflejaba bien. A veces, los pájaros se miraban y no se reconocían. Pero en sus orillas crecían totoras, venían los zorros a beber, las vicuñas a parir. Un día, el lago seco le preguntó: “¿Por qué no te duele no ser perfecto?”. Y el lago chico respondió: “Yo no estoy aquí para reflejar. Estoy aquí para sostener”.

No necesitamos más espejos. Necesitamos más registro del otro, mas empatía real no de la que se declara en un post o en un reel, la que se pone en marcha, la que toca el hombro al tiempo que regala una sonrisa, mas sujetos consientes de su carácter inalienable de sujetos dispuestos a dejarse sostener pero también a ser sostén.

“el otro no es un recurso, ni un espejo, sino un otro: irreductible, inasimilable, digno en su otredad”.


📻 La columna CONECTANDO de Pablo Gerez se puede escuchar todos los martes a las 8.30 en Libertad de expresión, cuyo link de Instagram es: https://www.instagram.com/libertaddeexpresiontuc/ el programa se emite por Rock&Pop Tucumán 106.9 Mhz. 📱 También puede seguirse en: ▶️ YouTube: @PabloHGerez 📷 Instagram: @pablohgerez 🐦 X (Twitter): @phgerez

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