La entrada del restaurante Aramburu, en el coqueto Pasaje del Correo, está cubierta de placas que cuentan al desprevenido transeúnte todos los premios que ha obtenido. Están las de los Latin America’s 50 Best Restaurants, la de The Best Chef Awards, la membresía de la cadena de establecimientos de lujo Relais & Châteaux, e incluso la placa roja de la Guía Michelin. Todavía figura la de 2024, donde el restaurante comandado por el chef Gonzalo Aramburu fue el único del país en obtener dos de las codiciadas estrellas; cuando sea emplazada, la de 2025 confirmará que sigue siendo el único que ha logrado esa distinción.
“¿Una tercera estrella? Uno sueña siempre con eso. Hay que ver si nos da después el piné. Eso lo valorarán ellos. Nosotros tenemos que hacer todo lo posible para mostrar la excelencia de nuestros procesos, de nuestro menú y ser creativos”, afirma el chef de 48 años que ofrece una de las cocinas más prestigiosas y al mismo tiempo más personales del fine dining porteño. En esta entrevista, cuenta cómo fue su viaje de vida.
–¿Cómo llegás a la cocina?
–Llego en la búsqueda de qué hacer. De pibe, el colegio no era lo mío. Nunca fui una persona conflictiva, pero sí desinteresada por el estudio. No podía prestar atención. Capaz que hoy si me evaluaran por el famoso déficit de atención entraría ahí. Había ciertas materias que me gustaban, como historia o biología. Pero el resto no las entendía. No era que me iba mal un año, era algo que venía así desde la primaria. En un momento mi viejo me planteó –sin decirlo, con la mirada– “qué vas a hacer de tu vida” y me hizo preguntarme a qué me iba a dedicar.
–¿Había algún mandato familiar al respecto?
–No, pero mi viejo, abogado, me dijo: “Metete a estudiar Abogacía. Por lo menos probá, que yo te voy a ayudar”. Y fui, pero me era imposible aprender. Si el tema no es interesante para mí, la lectura me es difícil. Estudié teatro también y me gustó: no había que estudiar, era el hacer, el cuerpo, lo físico… me divirtió mucho esa etapa de mi vida. Y en ese momento apareció la escuela de cocina. Después, haciendo un poco de retrospectiva de mi vida, descubrí que ya cocinaba de chico en casa y que estudiar cocina fue reencontrarme con eso. Y me atrapó.
–¿Y qué cocinabas de chico?
–Era un poco cocinar y jugar al mismo tiempo. En casa faltó la figura de mi madre, porque la perdimos de chicos con mi hermana. Y la verdad es que pasábamos mucho tiempo solos, entonces la cocina era un lugar donde algo hacíamos. No tengo muchos recuerdos, porque quizás son etapas un poco bloqueadas, pero sí sé que nos metíamos e investigábamos; hacíamos un arroz, un churrasquito. A veces pienso que era más supervivencia. Había hambre y si bien había una persona que nos cuidaba en casa, también tenía un montón de otras tareas, entonces nosotros nos cocinábamos.
–¿Cómo llegás al Instituto Argentino de Gastronomía (IAG)?
–Una amiga que se apuntó ahí me dijo si no quería anotarme y me anoté. Me acuerdo que me llegó un fascículo donde estaba el programa del IAG y venía con una hojita donde hablaba de viajar a París. Me dije: “Estudio y quién te dice me voy de viaje y salgo un poco de acá”. Eran momentos complejos de la Argentina, el año 2000.
–Al poco tiempo entraste a trabajar al Hotel Alvear…
–A los dos meses, un conocido de mi padre que tenía vínculos con el hotel me consiguió una pasantía en Room Service. Entonces hice todo a la vez: la escuela y la pasantía. Esa práctica en el Alvear era algo increíble, porque la cocina de Room Service estaba integrada con la de banquetes. Y era como en las películas: cocineros corriendo, un mise en place de tablas, alguien haciendo esculturas de hielo, los hornos que entraban y salían los carros… Era un rush que se vivía, porque el Alvear acostumbraba hacer muchos eventos, incluso en un mismo día. Yo siempre digo que fue un amor a primera vista porque empecé a estudiar y al segundo entré en una cocina profesional. Me dije: “¡Es esto!”. Sentí que me daba un marco de contención. Es que la cocina te acomoda un poco las ideas porque no te deja moverte mucho de un lado para el otro. Y en ese estado, donde no podés hacerte el loco, tenés que cumplir con todas las tareas. A esa edad, eso era lo que yo necesitaba.
–¿Qué necesitabas?
–Reglas claras. “Esto es así, hay que hacer esto y limitate a esto”. Al mismo tiempo, si tenés que pelar dos bolsas de papas o picar cebolla, vos te automatizás y la cabeza empieza a volar. Pero lo cierto es que yo necesitaba tener un poco de estructura, y creo que ese primer trabajo me encarriló. Y empecé a hacerme un espacio en esa cocina. Al principio no podía tomar una sartén, pero al tiempo me dieron un poquito de vuelo y me animé a ayudar. Fue un momento de mucho aprendizaje.
–Cuando te dieron espacio para cocinar, ¿te acordás qué platos tuviste que hacer?
–Unos papines que se blanqueaban y después se sellaban en una sartén. Y eso ya implicaba agarrar una sartén pesada, ponerle un romero, el aceite de oliva, el ajo para perfumar, y después sellar las papas, dorarlas y esperar una carne que estaba en el horno para emplatar. Estaba entonces el que era el sous chef de Room Servico, que hoy es el chef ejecutivo del Hotel Alvear, Darío Giogieff, que me enseño esos primeros platitos. Yo lo escuchaba, fue un buen consejero.
–Cuando terminaste de estudiar, te fuiste del país.
–Me fui a probar suerte a Miami. Mi hermana vivía ya en los Estados Unidos, así que me facilitó dónde quedarme. Probé suerte en varios lugares hasta que me contrataron en el restaurante de un francés que había estado muchos años en Marruecos y que manejaba las especias. Un chef de edad, de otra época. Era una cocina muy dura, de mucho estrés, mucho griterío y muy malas formas. De repente agarraban algo y te lo tiraban. Esa época me marcó muchísimo, porque el haber aguantado el destrato y seguir adelante me permitió luego afrontar los peores momentos. Me hizo fuerte. Había días que me iba pensando “soy un inútil” por lo que me había dicho el chef, pero al mismo tiempo había un sous chef americano que me alentaba. Me decía: “El chef es un loco, hay que mejorar, pero vos estás bien”. Todo eso me sirvió después, cuando estuve en restaurantes de 2 o 3 estrellas Michelin. Eran lugares de muchas horas de trabajo, pero yo venía de una experiencia recontra pesada.
–¿De ahí a Europa?
–Sí, conseguí un stage [pasantía] en la cocina de Martín Berasategui en España, y después pasé por la de Daniel Boulud, en Nueva York, y la de Charlie Trotter en Chicago. El otro día pensaba en cómo agradecerles a esas cocinas por las que pasé y que me formaron. Son cocinas que, además del aprendizaje, me permitieron creer en mí. Vi esos restaurantes y empecé a pensar que yo también quería tener un restaurante y que algún día iba a llegar a algo.
–¿Por qué volviste a la Argentina?
–En uno de esos viajes de visita al país tuve la sensación de ver a mi padre muy grande. No lo quería perder, quería compartir, y dije: “Bueno, es hora de quedarse acá”. Veía además que la situación en la Argentina –o por lo menos las noticias que llegaban a Europa– eran que ya había pasado la crisis del 2000. Yo le decía a mi viejo: “Estoy para volver, quiero abrir algo con lo que tenemos, vendo el auto”. Y el me decía: “No, quedate”. Papá era de los que te empujaban: mi hermana se había ido a vivir con 18 años a Estados Unidos, yo estaba en Europa, y él estaba feliz. Pero también extrañaba a mis amigos. Ellos y mi padre fueron el disparador para volver. Después de vivir en Nueva York con veintipico de años, que para ir a tomar algo con alguien agendaban día y horario, extrañaba lo latino. Eso tan nuestro de tocar un timbre para ir a tomar una cerveza era algo que allá no existía.
Además de las horas que trabajaba, porque si estás 14, 16 y hasta 18 horas al día, no tenés ni tiempo de tomarte una cerveza. Solo querés que llegue el fin de semana para tirarte a dormir las 48 horas. Viajé a Europa porque tenía un compromiso con un restaurante, pero ya pensando que iba a volver a la Argentina adelanté mi regreso.
–¿Y cómo nació Aramburu?
–Volví con ese espíritu de abrir algo y empezamos con la búsqueda. En 2007 alquilamos en Constitución y abrimos al tiempito porque nos costó mucho la obra. Elegí el peor barrio para un proyecto como este. Incrédulo, pensaba que era un lugar con un acceso muy práctico: estábamos a una cuadra de la 9 de Julio, muy cerca de la estación Constitución. Claro que no era propenso más que para el desarrollo de algo muy de paso. Lo mismo pasa en otras ciudades: vas a la Garde du Nord en París o a Central Station en Manhattan, y todo lo que está alrededor no es muy lindo; de noche es picante.
–¿Qué querías ofrecer en Aramburu?
–Todo lo que había aprendido era lo que quería hacer. Y lo hice. Y me golpeé un poco, pero no importaba. Yo quería cocinar, pero no sabía que había que hacer una convocatoria de gente, que había que hacer prensa, que había que comunicar. ¡Nadie sabía que habíamos abierto! Yo pensaba que en algún momento la gente iba a pasar por la puerta e iba a empezar a entrar. Pero no fue así. Estuvimos como dos años con muy poco público, incluso muchas noches de cero comensales. Éramos tres –mi prima en la sala, otro cocinero y yo–, y jugábamos al ajedrez y a las cartas, porque ya no sabíamos qué hacer.
–¿Cuándo empezó a llegar gente?
–A través de un amigo conocí a una persona que hacía prensa, Carola Chaparro, que nos ayudó a salir en medios de todo tipo, que muchas veces no eran nuestro perfil, pero todo sumaba. Después, un amigo, Damián Cicero, que tenía el Casal de Catalunya y que conocía a dos de los críticos gastronómicos más respetables de esa época (Fernando Vidal Buzzi y Alicia Delgado), los llamó para decirle que había un restaurante nuevo que tenían que visitar. Ellos vinieron y a partir de sus reseñas empezamos a darnos a conocer. Pero hasta entonces no venía nadie y yo no sabía cómo traccionar gente. Varias veces dije: “Chau, cierro”.
–¿Cuándo sentiste que ya tenías consolidada tu cocina?
–[Suspira] No creo que lo sienta nunca del todo. Cuesta un montón creer que uno está consolidado y que la propuesta está firme. No lo veo así. Todos los días pienso qué hacemos. Ayer mismo tuvimos una charla larguísima con el equipo para pensar en cómo comunicar mejor lo que hacemos. No estoy tranquilo con que vayamos a tener siempre lleno el restaurante, sino todo lo contrario. Vemos que tenemos que hacer un montón de cosas más, ser agresivos en comunicación, en marketing. Queremos estar siempre en el radar del cliente.
–¿Cómo viviste todos los premios y reconocimientos que llegaron con el tiempo?
–Uno de los primeros fue en 2013: los 50 Best. Casi me desmayo cuando me llegó la carta que decía que estábamos en la lista de 50 Mejores Restaurantes de América Latina. Fue un cambio enorme, un vuelco, nos dio visibilidad a nivel internacional. Después, en 2014, ganamos el premio a Mejor Cocinero de la Asociación Argentina de Gastronomía y fue muy lindo ese reconocimiento porque era de acá. Y después el Relaix & Châteaux, que fue un sueño cumplido. Es una membresía que nos infla el pecho y que me hace acordar a mi juventud, donde había formado parte de muchos de esos restaurantes. Y ahora llegó la Guía Michelin, esto es tocar el cielo con las manos.
–¿Las dos estrellas que recibiste en 2023 y revalidaste este año qué significan?
–Además de que cocinamos rico y bien, representan muchas cosas a nivel personal. Representan el trabajo de los casi 18 años del restaurante, pero también el esfuerzo de joven, de las 12, 14 o 16 horas parado limpiando cocinas. Hoy veo que el trabajo y el esfuerzo de toda mi vida, la Guía Michelin me lo toma.
–¿Cómo fue el día después de recibir las dos estrellas?
–La primera vez, ese día puntual y durante casi todo el año, fue de desahogo. Festejé muchísimo, fue un momento de decir: “Qué bueno donde estamos”. Lo disfruté, me puse feliz y no lo viví con presión. Hasta este año, que llegó una nueva premiación y me agarró distinto. Hace una semana, cuando revalidamos las dos estrellas, no festejé tanto. Sentí que estamos bien, pero que tenemos que mejorar de acá en adelante. Mejorar tanto en cocina como en sala. Creo que este es un año de cambio. La primera charla con el equipo después de la ceremonia fue con el mensaje “no nos durmamos, no frenemos, no estemos cómodos”. Es buscar un nuevo horizonte.
–¿Ese nuevo horizonte incluye el pensar en una tercera estrella?
–Tenemos mucho para contar que hoy no estamos contando. Por ejemplo, hablando de estrellas verdes Michelin, hay un montón de cosas que estamos haciendo relacionadas con la sustentabilidad pero que no comunicamos. Tenemos que acomodar esas ideas, comunicar mejor lo que hacemos.
–¿Qué te genera la posibilidad de perder una estrella Michelin?
–¡Uf, se me pasó por la cabeza en esta gala! Qué sé yo, puede pasar, pero no estamos preocupados porque estuvo bien cómo trabajamos todo el año. No tuvimos malas noches, hace mucho que no las tenemos. Entonces, tranquilidad por un lado, pero sí, podemos perder una estrella. Llegado el caso es agarrar los remos y remar fuerte. Aunque tampoco es que estamos 24/7 pensando en la guía Michelin.
–¿Qué malas noches recordás?
–De cuando estábamos en Constitución, un montón. Para mí son malas noches cuando pasa algo que te supera la cocina; no que se te queme un plato, sino que se corte la luz en el medio de un servicio. Y malas noches gastronómicas hubo muchas. Una vez, hace más de 10 años, vinieron unos comensales rusos que querían lo más caro. Les expliqué que teníamos un solo menú degustación con un precio único. “Pero nosotros queremos más caro –me decían–, el vino más caro, caviar”. Y no sabíamos qué darles, porque no somos lujosos. Al final se enojaron y se fueron. ¿Otros malos días? Cuando falta el bachero, que es clave en la cocina, y yo estoy cansado de bachear y cocinar al mismo tiempo. Tengo muchísimas noches de bacheo encima.
–¿Creés que sigue vigente el fine dining con su menú degustación?
–Sí. Veo que la gente viene con mucha expectativa de vivir una experiencia. Pero también habría que ver qué es fine dining, porque Martín Rebaudino hace fine dining en Roux pero no tiene un menú degustación. También Marti es fine dining, porque se come bárbaro y son platos pensados, con buena materia prima. Ahora, ¿si el menú degustación tiene vigencia? La gente quiere comer rico y bien, y lo que ha pasado con el menú degustación es que muchos –y me pasó a mí– se cansaron de esos menú degustación que se tornan pesados, aburridos, caprichosos. La gente se hartó de esas horas interminables en las que comías lo que el chef quería. Yo me formé en restaurantes como el de Martín Berasategui, donde no eran caprichos del chef, sino todo lo contrario. El menú degustación era: “Te vamos a dar lo mejor y en un tiempo que corresponda”.
-¿Cuántos pasos conforman tu menú degustación y cuánto dura?
-Ponemos 18 pasos, porque son 18 productos distintos que vas a probar, pero platos más grandes en realidad son cuatro. Los demás son pequeños bocados, y a esto se le agrega el maridaje del vino, lo que hace a la experiencia. Los importante es que la gente marca los tiempos de nuestro menú degustación, no nosotros. La gente va viniendo y los platos van a su tiempo. Nosotros tratamos de que fluya con ritmo, porque sino se torna en eso que yo detesto que es la gente durmiendo en la mesa porque no le llega el plato. Para mí tiene que ser dinámico. Hay gente que come en una hora y media, como en cualquier bistró, y hay gente que se toma su tiempo y son tres horas. Pero nadie se queda más de 3 horas. Lo divertido que tenemos es que en el segundo piso la gente hace una sobremesa, se queda un poquito más de tiempo y charla.
–¿A dónde te gusta ir a comer?
–Me encanta todo, y en especial lo clásico: Fervor, Sottovoce, Roux, El Preferido, Happening. Trato de ir a lugares nuevos. Fui a Adora, en General Rodríguez, a La Pebeta en Cardales y a Picarón, y me encantaron.
-¿Cocinas en tu casa?
-Sí, cocino muy sencillo en casa. Unos hongo saltados, huevos, arroces, carne… En casa sale mucha milanesa. Pero la milanesa la hace mi mujer, que la hace mejor que yo. Silvina cocina milanesas que están buenísimas. Cocina más ella en casa. Yo a la noche trabajo en el restaurante. Los fines de semana hago más asados. Pero cuando tengo tiempo. Si tengo que hacer un asado porque recibimos gente no sale tan bien.
–¿Cómo te llevás con las redes sociales?
–No tengo redes sociales. Cada tanto vuelvo a bajar Instagram en el teléfono y cada tanto veo el del restaurante en la computadora para ver cómo está el feed, que lleva mucho trabajo de producción y fotos. Pero no veo si me putean o no en redes, no quiero ser un cocinero con mucha exposición. Lo que importa es el morfi. Yo quiero que se hable de nuestro menú y del restaurante, no del chef Gonzalo Aramburu. Le pusimos ese nombre porque todos los lugares donde trabajé hacían referencia al chef, pero eso no quiere decir que yo quiera ser conocido.
–¿Te reconocen o te piden autógrafos en la calle?
–No, estoy tranquilo. La verdad es que me daría vergüenza que me pidan un autógrafo.