La historia de Enrique Borja, el goleador que fue ídolo del Chavo del 8: su gol top y el vuelo en el que se “midió” con Chespirito

0
6

Borja y el Chavo, admirado y admirador

La escena era una de tantas en la vecindad más famosa de la televisión latinoamericana: Don Ramón regañaba, Quico inflaba los cachetes y El Chavo, cubierto de polvo y entusiasmo, pateaba a la pelota y se lanzaba con los brazos extendidos al centro del patio.

—¡Gol de Enrique Borja! —gritaba.

Una frase. Un rugido de patio escolar que no necesitaba contexto. Para millones de niños, esa declaración lo decía todo: el sueño de ser futbolista, el homenaje a un ídolo. Para Enrique Borja, fue un antes y un después. Años después, él mismo lo reconocería: “A partir de ahí se volvió algo impresionante, me hablaban de todas partes y me decían que el Chavo decía que él era yo”.

El fenómeno no se limitó a una mención. En varios episodios, el personaje creado por Roberto Gómez Bolaños repetía con entusiasmo el nombre del delantero. Borja no lo supo al principio. Lo descubrió gracias a sus sobrinos, que lo veían cada semana y le decían: “El Chavo te menciona mucho”. Al principio pensó que era una exageración. Hasta que encendió la televisión y lo escuchó él mismo.

—¡Yo que era Enrique Borja! —volvía a decir el niño del barril, como si nombrarlo le diera superpoderes.

Borja, entonces ya retirado, se sintió sorprendido. “No lo creía hasta que lo vi. ¡Y lo decía con una fuerza increíble! Y lo dijo varias veces. Eso fue algo muy bonito, porque estaba fuera de mi control”, recordó años más tarde.

El impacto fue inmediato. La popularidad del nombre creció en el inconsciente colectivo infantil, no solo entre aficionados al fútbol, sino entre espectadores que nunca habían visto un partido. De pronto, Borja no era solo un delantero eficaz ni el goleador del América: era un personaje del imaginario del Chavo del 8, un símbolo cultural repetido por niños desde Tijuana hasta Buenos Aires. Y hoy, con el reverdecer del Chavo por el éxito de la serie de Roberto Gómez Bolaños en Max, el ex atacante, de 79 años, volvió a inflar las redes como en las décadas del 60 y 70.

Antes de ser el ídolo de un niño de gorro a rayas que soñaba con ser goleador, Enrique Borja era apenas un joven inquieto con una camiseta universitaria y un instinto letal frente al arco. En 1964, debutó profesionalmente con los Pumas de la UNAM, el club donde empezó a perfilarse como una de las grandes figuras del fútbol mexicano.

No fue un despegue inmediato. En los primeros años, Borja alternó buenas actuaciones con etapas irregulares. Pero su capacidad goleadora pronto llamó la atención de los grandes. En 1969, el Club América lo fichó por una cifra importante para la época. La transferencia generó críticas y suspicacias, como toda compra millonaria entre clubes rivales. El América pagó lo que tenía que pagar y apostó por él sin condiciones.

Borja cumplió.

En su nueva etapa, se consolidó como una máquina de anotar. Fue campeón de goleo tres veces consecutivas, en las temporadas 1970, 1971 y 1972. En cada torneo se mantuvo entre los máximos anotadores del país, y su estilo —rápido, certero, con gran capacidad para el remate de cabeza— lo convirtió en una pesadilla para las defensas rivales.

El América, con él como punta de lanza, encontró a un delantero que combinaba presencia física y precisión. A diferencia de otros goleadores, Borja no necesitaba tocar mucho el balón. Bastaba un centro bien colocado para que él hiciera el resto. Su sentido del tiempo y el espacio dentro del área era instintivo. Un segundo bastaba para aparecer, rematar y desaparecer entre defensas que no sabían por dónde había entrado.

Con la casaca de Pumas

Ese estilo, que para muchos era seco y eficaz, fue el que lo colocó en la cima. No hacía goles espectaculares, hacía goles seguros. El tipo de goles que ganan partidos.

Entre 1969 y 1977, Borja jugó ocho temporadas con el América, consolidando su figura como ídolo del club y referente nacional. Marcó época, no solo por los goles, sino porque fue parte de un momento de expansión mediática y cultural del fútbol mexicano. Las transmisiones televisivas aumentaban, las tribunas se llenaban, y los niños empezaban a repetir su nombre incluso sin haberlo visto jugar.

No era una estrella fugaz. Era un delantero consistente. Un profesional metódico que, sin estridencias ni gestos teatrales, dejó huella en cada campo que pisó.

La camiseta verde le llegó temprano.

Enrique Borja debutó con la selección mexicana en los años sesenta y no tardó en consolidarse como uno de los delanteros fijos en las convocatorias nacionales. Su participación en dos Copas del Mundo consecutivas —Inglaterra 1966 y México 1970— lo colocó en la élite del fútbol nacional.

En el Mundial de 1966, disputado en suelo británico, México compartió grupo con Francia, Uruguay y los anfitriones. Fue en ese torneo donde Borja anotó un gol contra Francia, uno de los momentos más destacados de su paso por la selección. Aunque el equipo no logró superar la fase de grupos, el gol quedó registrado como una muestra de su capacidad para aparecer en los momentos clave.

Cuatro años más tarde, con el Mundial celebrado en casa, Borja fue nuevamente convocado. El país entero vivía una efervescencia futbolística: por primera vez, México organizaba la máxima justa del fútbol internacional, y el equipo contaba con una generación sólida. Borja formó parte de ese grupo. Aunque no fue titular indiscutible durante el torneo, su presencia en la plantilla reflejaba la confianza que el cuerpo técnico tenía en su trayectoria y experiencia.

Enrique Borja, canterano de Pumas e ídolo del América, en su despedida como profesional contra el cuadro felino (Foto: Twitter/@MXESTADIOS)

Durante la década que vistió la camiseta nacional, Borja sumó 65 partidos y marcó 31 goles. Su registro lo colocó, por muchos años, como uno de los máximos goleadores históricos del equipo tricolor.

Su estilo encajaba con las necesidades del combinado nacional: no era un jugador vistoso, pero sí eficaz. Su fortaleza aérea, su capacidad de definición en el área chica y su serenidad bajo presión eran cualidades que el equipo aprovechó en numerosos partidos de clasificación, amistosos y torneos internacionales.

Borja se mantuvo como referente en el seleccionado hasta mediados de los años setenta. A partir de entonces, nuevos nombres ocuparían su lugar, pero su huella ya estaba puesta: había sido parte del grupo que abrió el camino hacia un fútbol mexicano más competitivo y profesional.

En los pasillos de un aeropuerto, alguna vez se cruzaron. Enrique Borja se acercó a Roberto Gómez Bolaños y le dio las gracias. No fue una reunión planeada ni una escena emotiva con abrazos y fotos. Fue un gesto simple. Chespirito le respondió con pocas palabras: “Gracias, fue con mucho gusto”.

Para Borja, no era poca cosa. Ya no era jugador en activo. Su nombre llevaba años fuera de las canchas, pero seguía resonando en la cultura popular por razones que iban más allá del fútbol. Lo había inmortalizado El Chavo del 8, uno de los programas más vistos en la historia de la televisión hispana.

En entrevistas posteriores, Borja reconocería lo que significó eso para él. Lo descubrió cuando sus sobrinos lo mencionaron: “El Chavo te nombra mucho”. Él no lo creía. Encendió la televisión y ahí estaba. El niño del barril gritaba su nombre como si fuera un superhéroe.

Esa mención repetida marcó un nuevo tipo de fama. Enrique Borja se convirtió en parte del universo de Chespirito, como un símbolo de admiración infantil. Niños que nunca lo vieron jugar sabían quién era. Lo asociaban con velocidad, goles y valentía, todo gracias a un diálogo de comedia en un patio ficticio.

Tras su retiro, Borja se mantuvo ligado al fútbol desde otras trincheras. Fue presidente del Club Necaxa y de los Tigres de la UANL, y más adelante presidió la Federación Mexicana de Fútbol. También trabajó como comentarista deportivo, analizando los partidos con la visión de quien había estado en el área chica en los momentos decisivos.

Su carrera fuera de la cancha fue prolongada y respetada. Pero nada lo marcó culturalmente como ese cruce inesperado con la ficción. En medio de sus funciones directivas, de los estudios de televisión y los congresos deportivos, su nombre seguía sonando con una carga emocional distinta: la del adulto vestido de niño que soñaba con ser como él y que lo decía en voz alta, entre pelotas desinfladas y tizas de rayuela.

Una anécdota confirma cuánto lo marcó esa idolatría. “Ya siendo amigo, yo jugando en el América, nos toca ir a jugar a Centroamérica y volamos en el mismo avión. Me acuerdo que íbamos platicando y, cuando llegamos, aterriza el avión y vemos una cantidad impresionante de gente. Y le dije a Roberto: ‘Híjole, cómo jala gente el América‘. Él se quedó callado y no me dijo nada, y yo presumiendo. Empezamos a bajar y sí había gente gritando mi nombre y América y todo. En el momento en que aparece Roberto Gómez Bolaños se cae todo. Qué clase de imbécil soy. Nosotros pensando que nos iban a recibir y no, iban a recibir a la gente del Chavo del 8. A mí me conocían más fuera de México cuando decían ‘ese es Borja el del Chavo’ y yo les decía ‘sí’ y me decían me das tu autógrafo», supo describir en diálogo con TUDN.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí