La película Cónclave es ni más ni menos que el programa que los no católicos quieren imponerle a la Iglesia. Eso sí, el mensaje viene envuelto en una prolija y hasta atractiva envoltura.
El film tiene una realización impecable y un reparto muy bueno; ambientación y fotografía muy agradables de ver. Reconstruye hasta el más pequeño detalle los protocolos que siguen a la muerte de un Papa, al que no identifica. Desde la ruptura del anillo y el sellado de la habitación hasta la reclusión de los cardenales en la Capilla Sixtina para el momento crucial del voto y la elección del sucesor.
El personaje central es el cardenal Lawrence, decano del Colegio Cardenalicio, encargado de organizar el cónclave -la reunión a puertas cerradas en la cual se elige al nuevo obispo de Roma-, interpretado por un excelente Ralph Fiennes. (Quizás todavía metido en su personaje, cuando murió Francisco, hizo un tuit de despedida).
Las candidaturas se debaten en pequeños comités en los días previos al cónclave propiamente dicho, y allí aparecen los clichés de siempre. A la mayoría de los observadores externos, les cuesta salir de la plantilla “conservadores” versus “progresistas”, “tradicionalistas” versus “modernos” para analizar cualquier debate al interior de la Curia. Y el criterio para clasificar a unos y otros pasa siempre por la moral sexual.
La película no es original en esto. Presenta la batalla principal como un duelo entre el progresista Bellini y el conservador Tedesco, ambos italianos.
Cuando el primero se entera de que promoverán su candidatura, expone su programa, del que asegura no se moverá ni un milímetro: “Este candidato -dice, hablando de sí mismo en tercera persona- tiene un enfoque de sentido común en ciertos temas, como gays y divorcio; nunca volver a la liturgia en latín; nunca volver a familias de diez hijos, porque mamá y papá no tenían otra, una época horrible y represiva y me alegro de que haya pasado; tolerar otras religiones y otros puntos de vista, incluso dentro de la Iglesia; y que las mujeres deberían cumplir un papel más importante en la Curia”.
Cuando Jorge Bergoglio se convirtió en papa Francisco, los mismos estándares le fueron aplicados a él. Por ese entonces, en enero de 2014, Luke Coppen, editor del semanario británico Catholic Herald escribió un muy interesante artículo para la revista The Spectator, en el que se burlaba un poco de los comentaristas que habían convertido a Francisco en “una superestrella de la izquierda liberal”, debido a su humildad, su rechazo a los oropeles del cargo y su énfasis en el compromiso con los pobres.
Pero en realidad, decía, “el papa Francisco está cambiando el tono, sin cambiar la sustancia”. Lo que Bergoglio le imprimió a su pontificado fue la actitud de misericordia, la no estigmatización de ninguno y el retorno al mensaje central de Jesucristo: el amor a Dios, con corazón, alma y mente, y el amor al prójimo como a uno mismo. Todo eso, por encima de lo que él mismo llamó obsesión por la moral sexual.
Ahora bien, como también dijo el editor del Catholic Herald, en algún momento estos progresistas se iban a dar cuenta “de que él no va a bendecir la ordenación de mujeres como obispos, el uso de preservativos, el casamiento gay o el aborto”.
Coppen también remarcaba que, cada vez que el papa Francisco mostraba su lealtad a los principios católicos, como su durísima denuncia del aborto (“equivale a contratar un sicario”, dijo más de una vez), esta izquierda liberal hacía “oídos sordos”.
De hecho, algo similar sucedía y sucede aún con la condena del Papa a la ideología de género, expresada más de una vez y recientemente de nuevo a través del prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el cardenal Víctor Manuel Fernández.
Volviendo a la película, el discurso del conservador Tedesco es lo que la izquierda y la ultra izquierda europea califican de “islamofóbico”. “Nosotros toleramos su fe en nuestra tierra y somos rechazados, repudiados, en la de ellos”. Este planteo es ridiculizado en el film, porque la verdad es lo que molesta. Lo que se haga a partir de esta constatación es otro tema, el diálogo interreligioso y la promoción de la convivencia pacífica y la tolerancia son el mejor camino, pero negar que los países occidentales y cristianos son los más tolerantes en materia religiosa es ceguera. O mala intención.
Aparece entonces un personaje que tercia en la discusión. Se trata de un cardenal in péctore; una figura usada generalmente por los Papas para promover a ese rango a personas en países donde la religión no era tolerada, como protección.
Este hombre es el cardenal Benítez, mexicano de origen pero proveniente de Afganistán, donde ejerció de arzobispo. Evidentemente el guionista pretende que este cardenal clandestino sea la voz de la conciencia del cónclave. No está muy logrado ya que el discurso es de una patética precariedad: “¿Usted qué sabe de guerra? -increpa al cardenal Tedesco- Yo vi morir hombres y mujeres musulmanes. Todo está en nuestro corazón. La Iglesia no es la tradición, no es el pasado. La Iglesia es lo que hagamos en adelante”.
La Iglesia debe renunciar a su historia, a lo que le dio nacimiento, a su tradición, por qué no también a sus dogmas. Y los cardenales son todos indiferentes al sufrimiento de personas que no son de su credo.
Al inicio del Cónclave, el cardenal Lawrence pronuncia una homilía que es una pieza de sutil maldad: “El peor pecado de la Iglesia es la certeza. El gran enemigo de la unidad y de la tolerancia es la certeza. Nuestra fe es algo vivo porque va de la mano de la duda. Si sólo hay certezas y no duda, no habría espacio para el misterio, ni espacio para la fe. Pido un Papa que dude, que peque y pida perdón”.
¿El peor pecado es sostener una verdad? Por supuesto que la duda es humana. Pero decir que el peor pecado es la “certeza” apunta a elogiar el relativismo.
Bellini y Tedesco no son los únicos candidatos. Pero una sucesión de intrigas y revelaciones va dejando fuera de competencia a varios, incluidos a los dos primeros. A partir de ahí, pero sin que el guion logre justificarlo, el cardenal in péctore de mediocre discurso empieza a cosechar votos hasta resultar electo y elegir el nombre “Inocencio”.
Se produce entonces el último giro de la trama y el principal mensaje que quiere dar la película. Todavía no salió la fumata blanca cuando un colaborador informa al cardenal Lawrence de un antecedente perturbador del inminente Papa.
El cardenal Benítez -así se llama- había estado a punto de internarse en una clínica suiza para realizarse una histerectomía laparoscópica. A los 40 años había descubierto incidentalmente que tenía órganos femeninos, útero y ovarios.
Cuando Lawrence lo encara, él explica: “Algunos dirían que mis cromosomas me definen como mujer y sin embargo también soy… como usted me ve. Consideré la cirugía pero luego vi que estaba equivocado. Soy lo que Dios me hizo y tal vez mi diferencia sea lo que me hará más útil. Sé lo que es existir entre las certezas del mundo”.
En concreto, para el director Edward Berger y el guionista Peter Straughan (que se basó en la novela Cónclave, de Robert Harris), la solución para la Iglesia es que la gobierne un hermafrodita y la condición sexual es lo que determina la apertura de mente.
La única diversidad que celebra el progresismo actual es la sexual, mientras instaura el pensamiento único en todos los ámbitos donde tiene algo de poder.
En septiembre de 2013, en una entrevista, el entonces flamante Papa dijo que la Iglesia no podía “seguir insistiendo sólo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos”. Francisco habló en la misma ocasión sobre otros temas, pero en los ambientes progresistas y de izquierda la atención se centró únicamente en esa frase celebrada como expresión de la llegada de vientos “revolucionarios” al Vaticano.
Al día siguiente, Francisco dijo que cada niño “injustamente condenado al aborto, tiene el rostro del Señor”, y entonces los mismos sectores creyeron ver en esto una contradicción con lo anterior. Pero Jorge Bergoglio no había dicho en la entrevista lo que ellos quisieron oír.
En los días previos al comienzo de la Jornada Mundial de la Juventud, en Río de Janeiro, en lo que fue el primer viaje internacional de Bergoglio, un politólogo brasileño de izquierda pronosticó que el encuentro sería un fracaso porque el Papa no tenía “nada para decir” sobre “los temas que preocupan a los jóvenes”; según él, “el papel de las mujeres, el aborto y el divorcio, entre otros”.
Más allá de que erró el pronóstico, lo que resalta es la idea precaria de lo que son las expectativas de los jóvenes en el mundo actual. Sin referirse a la agenda “progresista”, Francisco enfervorizó a los jóvenes porque llegó a su corazón con un mensaje dirigido a las causas de los dramas humanos.
Sólo una visión reduccionista de la naturaleza humana lleva a pensar que a los jóvenes no les interesa la trascendencia, la solidaridad o el servicio al otro, o que no son sensibles a la convocatoria a una vida heroica.
Bergoglio no se cansó de denunciar la crueldad de la “cultura del descarte”, para la que el progresismo no tiene otra “solución” que el aborto “libre” que resuelve todo: la contaminación ambiental, el calentamiento climático, la pobreza, el hambre, e incluso, desde una mal disimulada concepción eugenésica, también las discapacidades genéticas.
Hace tiempo que la izquierda dejó de lado la lucha de clases pero no en aras de una idea superadora sino para sustituirla por la guerra de sexos, enemistad promovida con entusiasmo digno de mejor causa.
Con esos mismos parámetros, juzgan a todos los demás y, obviamente, a la Iglesia.
Y con ese mismo criterio, “Cónclave” plantea que el Vaticano para renovarse debe ocuparse de esos temas en primer lugar. El discurso del candidato progresista es que la gente deje de tener hijos.
La pobreza, la marginación -el descarte- de amplios sectores de la sociedad, en cambio, no es mencionada por ninguno de estos cardenales de ficción; ni siquiera por el que fue nombrado in pectore, que supuestamente viene de la periferia para interpelar a los otros.
Incluso llama la atención que el cardenal Benítez interpele al conservador hablando de los muertos musulmanes cuando es sabido que el grueso de los mártires de fe de lo que va del siglo son cristianos de todas las denominaciones. Una triste realidad que nadie desmiente pero tampoco es denunciada. El papa Francisco viajó al Congo, estando ya en silla de ruedas, en una de sus últimas grandes giras, en 2023, por ese motivo.
El guion de Conclave pone en boca de los cardenales lo que son aspiraciones de sectores ajenos a la Iglesia, de muchos que, para justificar su descreimiento, su falta de compromiso con una causa trascendente, necesitan degradar a quienes, aun con fallas y defectos, la encarnan.
En el fondo, su ideal, su sueño -utópico desde ya- es que el próximo Papa no sea católico.
Un documental que recirculó en estos días con motivo de la muerte de Francisco, muestra a una selección de jóvenes de todo el mundo que le hacen preguntas al pontífice argentino: el que eligió a los participantes es, obviamente un obsesionado “sólo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos”, parafraseando al Papa.
Ninguno de los jóvenes del documental le pregunta algo sobre su mensaje hacia los pobres y desposeídos del planeta, o sobre sus llamados a la paz o su denuncia de que estamos ante una tercera guerra mundial en pedazos. Esas son nimiedades. En realidad, injusticias que interpelan, que llaman a actuar y comprometerse. Mejor ocuparse de lo secundario.
El papa Francisco libró una batalla contra la cultura de la indiferencia en la cual vivimos, mientras que otros no enarbolan más bandera que la de supuestos “derechos” inspirados en un individualismo extremo; en el fondo, un egoísmo que olvida al conjunto social y sus esperanzas. Es el programa que le quieren imponer a la Iglesia.