Ganesha espiritualidad comercial: una crítica a la reducción del dios hindú a amuleto de éxito. ¿Qué se pierde cuando lo sagrado se vuelve producto? Detrás del elefantito de resina que promete “abundancia” hay un dios que nació de un grito, una decapitación y una reparación forzada, que hoy se ha convertido en el símbolo perfecto de lo que ocurre cuando la espiritualidad se somete al algoritmo del éxito.
En los estantes de tiendas wellness, en los altares minimalistas y hasta en los bios de Instagram, una estatuilla de elefante con cuatro brazos sonríe plácidamente mientras promete fluidez, prosperidad y “vibraciones elevadas”. Pero ese objeto no es Ganesha. Es su cadáver embalsamado por el mercado del bienestar. Detrás de su imagen domesticada late una mitología violenta, subversiva y profundamente humana, una que desafía la lógica del quick fix espiritual y exige, en cambio, reconocer el caos, la torpeza y la imperfección como condiciones de toda transformación auténtica. Esta columna no busca desacralizar la religión Hindú y a Ganesha en particular: busca re-sacralizar, proponerse como un punto de apoyo devolviéndolo a su lugar incómodo, su función crítica y su verdad.
Dicen que una vez Parvati —diosa de la montaña, de la fuerza telúrica, de lo que nace y también lo que destruye— estaba exhausta. No por fatiga física, sino por la invasión constante: los dioses entraban y salían de su hogar sin pedir permiso; su marido Shiva aparecía y desaparecía, justificando su ausencia con batallas cósmicas. Y sobre todo, estaba cansada de ser reducida: esposa, madre, consorte… funciones que ocultaban su poder. Entonces, con el barro de su propio cuerpo —sudor, ungüentos, tierra viva— modeló a su hijo. Le dio aliento. Le dio una orden: “Guarda esta puerta. Nadie pasa.” Y se retiró a bañarse.
Poco después, Shiva llegó. Quiso entrar. El niño lo detuvo. Shiva, acostumbrado a que el universo se aparte a su paso, no toleró la resistencia. Le cercenó al niño la cabeza de un solo tajo.
Cuando Parvati emergió del baño y vio el cuerpo inerte de su hijo, no lloró: gritó. Un grito que sacudió los tres mundos. No pedía consuelo. Exigía justicia: “¡Devuélvemelo! ¡Y que sea mejor!”
Shiva, desesperado, envió a sus sirvientes a buscar la primera cabeza que encontraran. Regresaron con la de un elefante.
Así nació Ganesha: no por designio divino, sino por ira, urgencia y una reparación forzada. No es un dios perfecto. Es un dios reparado: un cuerpo infantil, una cabeza ajena, una identidad compuesta. Y eso —ese origen heterogéneo, violento, improvisado— es lo que lo hace insoportable para la espiritualidad contemporánea.
Toda esta introducción viene a cuento porque, hace un tiempo, en medio de una charla, alguien me dijo: “Me asombra la capacidad para hacer preguntas que tienes”. A partir de ahí lancé una especie de indagación —más cercana al diálogo que a la encuesta— entre quienes me conocen. El 99 % coincidió: sí… sos de hacer muchas preguntas. Alguien muy cercano incluso remató: “Rozás la impertinencia, Pablito”.
Así que, en ese tren de preguntar y preguntar —y entre tantas que hago, y muchas más que me hago a mí mismo—, últimamente se destacaba una: ¿Qué estamos haciendo con lo sagrado cuando lo convertimos en un producto de consumo rápido? No es una pregunta retórica. Es urgente. Porque lo que está en juego no es solo la fe ajena; es nuestra capacidad de pensar con rigor, de distinguir entre lo que funciona y lo que significa, entre lo que se vende como solución y lo que, en realidad, es un espejo.
A la anterior pregunta le siguió una basada en pura observación: ¿Por qué el elefantito hindú está en todas partes… y a la vez en ninguna? Me refiero, claro, a Ganesha: el que cuelga de cuellos, preside estantes minimalistas, ilumina altares de cristal y palo santo.
Lo encontramos en estatuillas de resina manufacturadas en talleres cuyos obreros jamás leyeron un purana, y cuyo comprador, muchas veces, tampoco; me refiero al snob que lo pone sobre una mesita y acompaña sus fotos de perfil o historias porque ser “espiritual hinduista” paga, y así “ganan” o “pescan”.
Ese Ganesha viene con una etiqueta que dice “bendecido” y una hojita de instrucciones: “Colóquelo mirando al este. Repita el mantra 108 veces. Visualice abundancia.” Es decir: se lo ha convertido en una app de productividad espiritual, donde lo sagrado se reduce a una receta que se traduce en un protocolo de resultados.
Ganesha es un amuleto, y cuando lo enuncio de esa manera me refiero a la categoría a la que lo han reducido los mercaderes del bienestar, en contraste con lo que este dios implica para hinduistas convencidos, practicantes de una fe auténtica.
«Ganesha no allana el camino; te obliga a ver que nunca hubo camino».
Para medir la distancia entre ese objeto decorativo y el dios real, hay que adentrarse en los puranas, textos hindúes en sánscrito que no son libros sagrados al estilo bíblico, sino relatos orales codificados: mezcla de mito, filosofía e historia. El Ganesha Purana y el Mudgala Purana, por ejemplo, no son manuales de autoayuda. Son crónicas de un ser salvaje: Ganesha devora montañas, miente para ganar, pierde batallas, se enoja sin remordimiento, se ríe con los ojos entrecerrados. No hay armonía… no hay.
Como señala Paul Courtright en Ganesha: Lord of Obstacles, Lord of Beginnings, su ambivalencia es constitutiva: no es el dios que elimina los obstáculos, sino, el que es el obstáculo y también, paradójicamente, su superación.
La palabra en sánscrito es vighna: no solo “obstáculo”, sino interrupción, interferencia, lo que detiene el flujo esperado. Ganesha no allana el camino; te obliga a ver que nunca hubo camino.
Ahora, claro, la espiritualidad light —esa que se vende en retiros con catering vegano y playlists tituladas “Sacred Vibes”— no vighna, sino que vibe: una palabra que forma parte de la jerga de marketing emocional que reduce lo trascendente a una sensación, un clima, una onda, a una «vibración». Invocan a Ganesha para “alinear sus vibraciones”, como si fuera un técnico de antena cósmica. El Ganesha de los puranas no ajusta frecuencias: rompe antenas.
«El primer acto de Ganesha no fue escribir el Mahabharata. Fue arrancarse un colmillo y arrojárselo a la luna por burlarse de su cuerpo híbrido».
La luna, partida en dos, es, en los puranas protagonista de este carácter de Ganesha, ya que al burlarse de la apariencia de este dios, el se arrancó un colmillo y se lo arrojó, partiéndola en dos; desde entonces crece y mengua: es el ciclo del orgullo herido y la justicia imperfecta, le enseñó a la luna, ella que anunciaba que hacía todo bien, una lección que nunca más olvidó. Hoy, en cambio, los talleres omiten esa escena incómoda. Prefieren hablar de gratitud, fluidez y dejar ir, como si la luna no hubiera aprendido su lección de forma amarga, como si la dignidad no exigiera, a veces, su lugar incomodando.
Y su vehículo —no un caballo, no un águila, no un dragón— es Mushika: una rata. No un símbolo abstracto, sino el roedor real: el que vive en las grietas, el que roe lo prohibido, el que se alimenta de lo descartado. Ganesha no monta sobre lo noble, sino sobre lo marginal.
Me voy a tomar una licencia literaria, espero no ganar con esto la aversión de parte de los lectores. Me voy a imaginar a Freud leyendo estos textos y reconociendo en Mushika al inconsciente: aparentemente pequeño, silencioso, incómodo… y sin embargo, el único capaz de mover al elefante pesado de la conciencia. Lacan, por su parte, vería en esa rata al objeto a; ese resto perdido al entrar en el lenguaje, que sin embargo impulsa todo deseo.
«Ganesha no viaja solo. Viaja con su falta. Con su resto. Con lo que la sociedad quiere exterminar».
Ante lo dicho en el párrafo anterior, el contraste con los coaches espirituales que lo exhiben sobre pedestales blancos —símbolo máximo de la espiritualidad comercial— es brutal: como si la sabiduría no oliera a tierra, a sudor, a fracaso, a lo que se roe en la oscuridad hasta salir.
Cuando un dios como Ganesha —subversivo, híbrido, forjado en la violencia y la reparación— se convierte en ícono de éxito personal, no es casualidad. Es una estrategia para lograr una disciplina de lo que se debe desear. Se ofrece una versión domesticada para que no se busque la versión peligrosa. Porque un dios que exige reconocer tu torpeza, tu cuerpo imposible, tu colmillo roto… amenaza el negocio de quienes venden iluminación en 6 cuotas sin intereses.
Wendy Doniger, en The Hindus: An Alternative History, lo deja claro: «Los dioses hindúes no son modelos de perfección. Son espejos de nuestras contradicciones.» Ganesha no es un modelo. Es un espejo roto. Y nadie quiere mirarse en un espejo que te devuelve la cabeza que no elegiste, el cuerpo que te dieron, el colmillo que tuviste que arrancar para defenderte y que luego usaste como pluma para escribir la verdad.
Así que sí: hay quienes usan la imagen de Ganesha como un sticker sagrado. Lo ponen en la laptop, en el altar de cristales, en el bio de Instagram, en el termo. Pero Ganesha no está ahí.
Él está en el silencio que sigue al grito de Parvati.
En el momento en que aceptás que ningún comienzo es puro; que toda identidad es un parche, toda sabiduría nace de un corte, toda voz verdadera exige romper con algo.
Él no te va a ayudar a facturar más. No te va a traer un cliente ideal. No te va a alinear con la abundancia universal.
Pero si estás dispuesto a cargar con una cabeza que no es tuya…
si estás dispuesto a montar sobre lo despreciado…
si estás dispuesto a romperte un colmillo para decir algo verdadero…
Entonces —y solo entonces— tal vez Ganesha se te represente como el camino que contiene el ser y el hacer humano, ahí quizás esté contigo. Pero no como aliado. Como testigo incómodo. El que fija sus ojos en ti y te pregunta:
¿Estás seguro de que quieres un camino fácil? ¿O prefieres uno que, al menos, sea tuyo?
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