
“El graffiti es una forma de tomar las calles, de hacer que el espacio público hable, de dejar una huella en el tejido de la ciudad”. La frase, comúnmente atribuida a Banksy -el enigmático artista británico que ganó fama mundial por sus intervenciones callejeras cargadas de ironía y crítica social- condensa el espíritu de un arte que incomoda, interpela y transforma el paisaje urbano. Pero esa misma fuerza que lo impulsa también lo vuelve, muchas veces, objeto de controversia: lo que para algunos es expresión artística, para otros no es más que vandalismo sobre la vía pública.
Hace unos días, una intervención mínima encendió una gran discusión en la capital tucumana. Bastó con una firma pintada sobre una parada de colectivo recién estrenada para que estallara la polémica en redes sociales. ¿Arte o vandalismo? La respuesta municipal no se hizo esperar. Se restauró el espacio y se condenó el acto: “¿Rayás los muebles de tu casa porque sí? Entonces, ¿por qué hacerlo en la ciudad? El arte se expresa de mil formas, pero este no es el lugar. Desde el Municipio trabajamos para crear una ciudad más cómoda y segura. El mobiliario urbano es tuyo, es de todos. Cuidalo”.
Mientras tanto, el autor del tag —seudónimo de un grafitero—, “Jask”, rompió el silencio en una charla con Matías Auad en LG Play. Con la mayor parte de su rostro cubierto con un barbijo —sin revelar su identidad, como dicta el código no escrito de su tribu urbana—, asumió lo hecho, ofreció disculpas y abrió la puerta a una conversación más profunda sobre el sentido del arte callejero: “Estoy arrepentido de lo que hice”.
“El graffiti nació como una expresión de quienes no tenían voz en los medios, ni en la política. Es una forma de gritar sin hablar”, dijo el joven de 18 años, aunque reconoció que existen límites: “No se pinta sobre información útil para la ciudad. No se pintan casas de vecinos, ni estatuas, ni monumentos. Hay lugares donde sí, y lugares donde no. No está escrito en una ley, pero lo sabemos. Y lo que hice fue ir contra eso”.
El graffiti surgió junto al hip hop en los años 70, en los barrios neoyorquinos de Harlem y el sur del Bronx, impulsado por las comunidades afroamericanas y latinas. Nació de la bronca, de la exclusión, de la necesidad de decir algo en un sistema que los marginaba. Fue protesta, apropiación simbólica del espacio y arte espontáneo al mismo tiempo.
Desde una mirada sociológica, estas intervenciones en el espacio público son prácticas habituales dentro de tribus urbanas y subculturas que encuentran en el grafiti una forma de comunicación no hegemónica y una vía para expresar estilos de vida alternativos. Más que simples marcas, son actos que buscan visibilizar y convocar a otros que compartan sus códigos, valores e identidades. En ese contexto, el anonimato se convierte en una seña de pertenencia: no se trata de figuras públicas ni de líderes ideológicos, sino de voces colectivas que, precisamente por su misterio, despiertan una fascinación particular entre los jóvenes.
El tag, con su economía de trazos y su repetición sistemática, opera como una forma rudimentaria pero potente de comunicación visual en el paisaje urbano. Aunque para el ojo no entrenado pueda parecer un simple acto de vandalismo, dentro de la subcultura grafitera conforma un auténtico léxico visual. La forma de las letras, su estilo, tamaño, ubicación y la superposición con otros mensajes construyen una sintaxis propia que comunica pertenencia, destreza y presencia dentro de la comunidad.
Más que una firma, el tag es un gesto de afirmación: un “estuve aquí” visual que dialoga tanto con otros grafiteros como con la ciudad misma. Marca territorio simbólicamente, deja huella y reclama un lugar en un espacio que, muchas veces, les es negado.
Lo que no está escrito
Más allá del debate simbólico o cultural, hay otra discusión que también se enciende: la legal. Hace casi tres semanas se dictó en España la que fue considerada la mayor sentencia de su historia por pintar graffitis. La Justicia condenó a un hombre por intervenir 34 vagones de trenes entre 2016 y 2018, la mayoría en Asturias. La pena: tres años de prisión e indemnización a la empresa afectada por más de 155.000 euros.
En muchas ciudades del mundo, los graffitis son considerados contravenciones, es decir, faltas menores que no llegan a constituir delitos, pero que igualmente pueden recibir sanciones como multas, trabajos comunitarios o inhabilitaciones. Pero, en Tucumán ese marco legal es inexistente: la antigua ley de contravenciones fue declarada inconstitucional por la Corte Suprema provincial y por la Corte Nacional. Eso deja a estas acciones en una “zona gris” jurídica.
¿Quiénes pueden pintar y quiénes no?” Acción Poética Tucumán” parece tener una licencia tácita: sus frases breves, cargadas de sensibilidad, lograron ganarse el respeto y el afecto del espacio público. Todo lo contrario ocurre con las pintadas políticas en tiempos electorales: mensajes impuestos, sin valor estético ni conexión con la comunidad. La diferencia no está solo en el contenido, sino en la forma de habitar la ciudad. Uno propone un vínculo; el otro, una invasión.
Para cerrar se puede decir que el grafiti incomoda porque tensiona los límites: del arte, de la ley, del espacio que compartimos. Lo que para algunos es un acto de rebeldía vacía, para otros es una forma de decir “aquí estoy” en una ciudad que muchas veces no escucha. Entenderlo es el primer paso para una convivencia. Después, la pregunta inevitable es: ¿qué hacemos con él?
La Gaceta